martes, 28 de diciembre de 2010

"El Altar Católico" Por Monseñor Klaus Gamber (3)

 
 
 
EL ALTAR Y EL SANTUARIO AYER Y HOY
 
"¡Cómo te contemplaba en tu santuario viendo tu fuerza y tu gloria!" (Ps. 62,3).
"Desde que me despierto, sólo tu mirada me llena de alegría" (Ps. 16,15).
 
       Estas palabras del salmista dicen bien lo que era la participación interior de los fieles del Antiguo Testamento entrando en el Templo de Jerusalem; en definitiva no son otra cosa que la oración de Moisés pidiendo a Dios poder contemplar su faz (cf. Ex. 33,11‑23). Pero, así como Moisés sólo vio a Yahweh por detrás; igualmente el israelita creyente no veía más que el santuario de Dios; y si no pertenecía a la casta sacerdotal, sólo su exterior.
 
El visitante de la casa de Dios (Domus Dei) cristiana, debía expresar el mismo deseo que el salmista, el de ver "la gloria" de Dios y sentir su "poder", tal como aparece en el curso de la misa, a través de los ritos y las representaciones. Contemplamos al Señor oculto bajo las especies eucarísticas, pues en esta tierra no nos está permitido admirar la faz de Dios sin morir (cf. Ex. 33,20).
 
Orígenes nos recuerda que: "Es seguro que los poderes angélicos toman parte en la asamblea de los fieles, y que la virtud de nuestro Señor y Salvador está allí presente, así como los espíritus de los santos" [2]. Y el poeta sirio BalaY declara: "A fin de que sobre la tierra se pueda encontrar (al Señor), Él se ha construido una casa entre los mortales y ha edificado altares... para que la Iglesia obtenga la vida. Que nadie se equivoque: ¡es el Rey quien habita aquí!, acerquémonos al Templo a contemplarlo! [3].
 
A fin de ver un poco el "poder y la gloria" de Dios y para vivirla en la liturgia, los hombres en el transcurso de los pasados siglos, han edificado iglesias y catedrales y las han dotado lo mejor que podían. Han aceptado que sus templos, en cuanto morada de Dios, sean suntuosos, aunque ellos mismos viviesen a menudo en la mayor miseria. ¿Acaso no era su santuario? Por ello era su bien común.
 
Jamás se habían construido tantas iglesias nuevas como los años que siguieron a la segunda guerra mundial. La mayoría de ellas son construcciones puramente utilitarias, en las que se ha renunciado voluntariamente a hacer obra de arte; aunque frecuentemente hayan costado millones. Desde el punto de vista técnico, no les falta de nada: se benefician de una excelente acústica y de perfecta ventilación; bien iluminadas y fácilmente calentables. Se puede ver el altar desde todos los lados.
 
Sin embargo, esas Iglesias no son casas de Dios en sentido propio, no son un espacio sagrado, un templo del Señor donde se guste ir para adorar a Dios y expresarle nuestras necesidades. Son salas de reunión a donde no se va fuera de los momentos dedicados a los oficios. Como hacen juego con los "silos de habitaciones" o los "almacenes para humanos", cuales son los edificios de los barrios periféricos; a estas iglesias, en el lenguaje popular, a veces, se les llama "silos de almas" o "almacenes del pater noster".
 
Otras iglesias han sido expresamente concebidas como obras de arte; su modelo es la capilla de peregrinos de Ronchamp. El célebre arquitecto Le Corbusier, que era agnóstico, consiguió una obra maestra de la arquitectura. Pero no una Iglesia. Puede que sea un lugar de oración que predisponga a la meditación, pero no más.
 
Desde entonces, el modelo de la capilla de Ronchamp fue imitado y la construcción de Iglesias se convirtió en un terreno de experimentación, donde se desfogaba el subjetivismo de los arquitectos. Esto se volvió cada vez más fácil cuando se impuso el principio según el cual ya no existiría un "espacio sagrado" en oposición al "mundo profano".
 
Los nuevos edificios se convirtieron así en símbolos de nuestros tiempos, e igualmente en el signo de la descomposición de las normas existentes y en la imagen de todo lo que es caótico en el universo contemporáneo. Ahora bien, un lugar dedicado al culto tiene sus propias leyes, que no se someten ni a la moda ni a los cambios de los tiempos. Como en el Templo de Jerusalem, Dios habita en él de forma particular. Y aquí es donde se rinde culto a Dios.
 
A esto hay que añadir igualmente lo siguiente: hoy, las bases espirituales y teológicas fallan. La vida pública, en su mayor parte, se ha secularizado. Las Iglesias cristianas no constituyen ya, desgraciadamente, la fuerza principal de la sociedad occidental. Sin embargo, los arquitectos construyen hoy como si nada hubiese cambiado, mientras no falte el dinero. Los gigantescos centros parroquiales que se edifican en los barrios periféricos darán la impresión que la iglesia continua siendo el gran imán que atrae a los hombres.
 
En el futuro esto llevará a la construcción de edificios simples, relativamente limitados, que si no se distinguen en nada por su aspecto exterior, presentarán en su interior un acondicionamiento de buena calidad, enteramente orientados hacia su fin cultural. De manera análoga, la basílica de la Iglesia primitiva apenas se distinguía, en cuanto a construcción, del resto de los edificios de la calle; sin embargo, por la suntuosidad de sus cortinas y lámparas, y sobre todo por la rica ornamentación del altar y del santuario, el interior constituía un marco digno del misterio que en ella tenía lugar.
 
En las nuevas iglesias, la disposición del santuario ha sido objeto de diferentes soluciones. Mientras que en las Iglesias construidas entre las dos guerras, existían varios escalones para subir al altar, que aparecía en una plataforma más elevada; hoy se le coloca sobre un podium aislado (en alemán, "Altarinsel" o islote del altar) dispuesto lo más cercano posible a los fieles.
 
El centro de este podium está constituido por una mesa de altar (mensa), generalmente de grandes dimensiones y desprovista de toda ornamentación. Al lado se encuentra un ambón, de piedra como el altar, y detrás tres sillas o más (acolchadas) para el celebrante y sus asistentes. Por último, solo, en alguna parte del muro desnudo del ábside, el sagrario. El crucifijo, hacia el cual se dirigían hasta ahora las miradas de los que rezaban, falta casi siempre, o bien se encuentra de tamaño pequeño, encima del altar. Este último lleva, al lado del inevitable ramo de flores, algunos candeleros reunidos en manojo, o bien si se trata de los de gran tamaño, se les coloca directamente en el suelo alrededor del altar.
 
Por el contrario las iglesias ortodoxas de Oriente se construyen hoy de la misma manera que se hacía hace más de mil años, y se las adorna con pinturas e iconos. Se trata aquí de un arte típico, al que tanto el arquitecto, como el artista están ligados al "typos " o modelo tradicional, sin que esto sea siempre uniforme.
 
En Occidente también, según la tradición en común con Oriente, era esencial que el santuario estuviera separado del espacio reservado a los fieles, como antaño en Jerusalem el santuario del resto de los edificios del Templo. El tan traído principio de nuestros días, según el cual "el altar debe ser el centro ", es falso en lo referente a su localización.
 
El altar es el centro de la acción sagrada: sobre él, en el curso de la celebración de la misa, reposa "el cordero sacrificado " del Apocalpsis (5,6). Por eso Santa Hildebranda de Bingen llama al altar "la mesa dispensadora de vida" y añade: "Cuando el sacerdote ... se acerca al altar para celebrar los santos misterios, un destello de luz aparece de pronto en el cielo. Los ángeles descienden, la luz rodea el altar ... y los espíritus celestes se inclinan a la vista del servicio divino " [4].
 
La separación estricta entre el santuario y la nave apareció en la época en la que las muchedumbres empezaron a adherirse en masa a la Iglesia; por consiguiente lo más tarde alrededor del año 300. Entonces se edificaron barreras alrededor del coro y se colocaron cortinas, una rodeando el baldaquino del altar, otra en la pérgola de las barandillas del coro, pérgola que en las iglesias pequeñas, se reducía a un simple travesaño de madera (cf. fig. 1). Todo esto porque se pensaba que el misterio celebrado en el altar, debía ser preservado, no exponiéndolo directamente a las miradas de los hombres.
 
El iconostasio bizantino no es otra cosa que una extensión de esta barreras del coro (cancelli) de la Iglesia primitiva. El iconostasio tiene habitualmente tres puertas, como las cancelas construidas en tiempos del emperador Justiniano (]'565) en la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla, dotada ya, como en general en los siglos siguientes, de representaciones de Cristo o de María, ángeles, profetas y apóstoles. El célebre icono de Cristo, en el monasterio del monte Sinaí, data de la misma época; debe provenir, teniendo en cuenta sus dimensiones ‑84 centímetros de alto‑, de uno de estos antiguos iconostasios. Los iconos se colocaban, y se colocan todavía, parte entre las columnas de la pérgola y parte encima de éstas como en el caso de la "deisis" (Cristo entre María y Juan Bautista).
 
En la iglesia de Occidente, las cortinas (vela), que se utilizaban desde los orígenes en la ornamentación del altar y las barreras del coro, no han cesado de ser utilizadas en las iglesias hasta la época barroca, donde todo estaba organizado para la vista y la claridad. Así encontramos en el sacramentario de Angulema (hacia el 800), al final de las fórmulas de consagración para una iglesia, la siguiente rúbrica: "Después se recubren los altares (con los manteles) y se cuelgan las cortinas del templo (vela templi)" [5]. Lo mismo, en el rito de consagración de las iglesias del sacramentario de Drogón (siglo IX) se habla de un "velum "suspendido entre la nave y el altar (ínter aedem et apare) [5]. Pero lo que importa, es que volvamos a tener respeto por el altar.
 
Tanto en la Iglesia de Oriente como en la de Occidente, existe la costumbre de que el sacerdote que se acerca al altar se incline profundamente ante él; y en el libro del Exodo (29,37) se lee a propósito del altar del tabernáculo: "todo lo que le toque será santificado ". El mismo Jesús declara "¡Ciegos!, ¿que es más, la ofrenda o el altar, que santifica la ofrenda?" (cf. Mt. 23,18), y que no se debe depositar en el altar ninguna ofrenda sino después de haberse reconciliado con el hermano (cf. Mt. 5,23).
 
La ofrenda del sacrificio del Nuevo Testamento ha hecho que el altar se convierta en el Trono de Dios. Por lo que San Juan Crisóstomo advierte a sus lectores: "Piensa en el que va hacer su entrada aquí. Tiembla de antemano. Porque aquel que sólo apercibe el trono (¡vacío!) del Rey, se estremece en su corazón cuando espera la llegada del Rey" [6].
 
En la Iglesia primitiva, y más tarde también, pendía del baldaquino del altar, además de la lámpara circular, un recipiente de oro y plata, generalmente en forma de paloma, donde se guardaba la eucaristía (para la comunión de los enfermos). Para este fin, a menudo se empleaba también un cofre que, como el Arca de la Alianza del Antiguo Testamento (arca), estaba hecho de madera de acacia recubierta de pan de oro o plata (cf. Ex. 37,1‑9). Se conserva en Coire un bello ejemplar del siglo VIII. El copón dorado del emperador Arnoul, antiguamente en San Emmeran de Ratisbona y actualmente en Munich, data del siglo IX. Con sus cuatro columnitas se asemeja mucho al "artophorión " (tabernáculo) que hoy se encuentra sobre el altar de las iglesias bizantinas.
 
Estos receptáculos estaban siempre colocados sobre el altar o en un nicho colocado en su parte posterior. El tabernáculo metálico de la época moderna salió de aquí. En el siglo XIII, Guillaume Durand en su "Rational " o "Manual para los divinos oficios", habla de la instalación de un arca (tabernáculo) encima del altar, dentro del cual "se depositan conjuntamente el cuerpo del Señor y las reliquias de los santos" [7]. Por el contrario la conservación del pan eucarístico en un tabernáculo, situado en la pared izquierda del coro, es más reciente y era habitual sobre todo en la época gótica. La conservación sobre el altar es en todo caso muy atinada. Nada se puede objetar a la conservación de la santa eucaristía en otro lugar de la iglesia, con tal de que sea digno.
 
En el ábside, donde se encontraba el trono del obispo y las sedes de los sacerdotes, en su parte superior no se representó hasta el siglo V ‑como atestigua Nil d'Ancyre (t430) [8]‑ nada más que la cruz o bien ‑como todavía se puede ver en algún mosaico romano además de la cruz, Cristo enseñante rodeado de los Apóstoles; después, más tarde, hasta la época gótica, en casi todo el Occidente, Cristo, sentado en su trono, dentro de una mandona, sobre el arco iris, rodeado de los cuatro animales del Apocalipsis (4,8) y de ángeles; en la parte inferior, la Madre de Dios, los Apóstoles y otros santos, representando la asamblea celestial.
 
Durante la celebración de la Eucaristía, los fieles al contemplar la imagen de Cristo sobre su trono del cielo, lo sentían así igualmente entre ellos. No basta con recordar las palabras del Señor: "Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos " (Mt. 18,20); es necesario expresarlo de manera sensible, precisamente por la imagen.
 
Un muro de ábside totalmente desnudo, como se encuentra en muchas iglesias modernas, era en otro tiempo algo inconcebible. Cuando se terminaba una nueva construcción, precisamente este muro era lo primero que se decoraba con mosaicos o pinturas, y sólo después se hacía con los otros muros. Recuérdense aquí los magníficos mosaicos de la basílica de Ravena y los de las catedrales de Venecia, Torcello y Parenzo. Mientras que las pinturas del ábside tenían ante todo un carácter cultual, pues evocaban la presencia del Señor, sentado en su trono, dominando la asamblea; las pinturas de la nave, con sus escenas extraídas del Antiguo y Nuevo Testamento tenían como primer efecto según el pensamiento occidental, un fin didáctico. Estaban destinadas a enseñar a los fieles las realidades divinas.
      
Por el contrario el Oriente bizantino ve ante todo en estas representaciones una actualización de los misterios de la salvación; lo mismo que los numerosos retratos de Santos, a lo largo de los pilares y de los muros laterales, simbolizan la presencia de la asamblea celeste o el hecho de unirse a ellos (cf. Heb. 12,22).
 
Por esto el interior de la iglesia ortodoxa se convierte en el lugar, donde se juntan el pasado, el presente y el futuro; donde la eternidad ‑(el "hodie", el "hoy", palabra por la que comienzan numerosos cantos solemnes)‑ aparece; donde el cielo y la tierra se unen.
 
En las iglesias de Occidente, ya lo hemos visto, la mirada de los participantes se dirigía hacia la representación del Hijo de Dios transfigurado, así como hacia la cruz, signo de nuestra salvación. La cruz se consideraba sobre todo signo de victoria, el signo del Hijo del Hombre, regresando al fin de los tiempos (Mt. 24,30) y, por esto se la adornaba con oro y piedras preciosas. Se colocaba tras el altar; y, hasta la época romana, no llevaba el cuerpo de Cristo.
 
Sólo más tarde se impuso la costumbre de pintar en la Cruz la imagen del Crucificado o de fijarla en forma de representación sobre esmalte; pero aún entonces no como un Cristo de dolor o muriendo entre atroces sufrimientos, sino como el que ha vencido a la muerte o como sumo sacerdote. La representación plástica de un cuerpo martirizado, tal como ha llegado a ser habitual en Occidente, por principio se rechaza en Oriente, porque se piensa que resalta demasiado el aspecto físico o humano.
 
Como, según la concepción tradicional, la representación en el ábside del Hijo de Dios en gloria y la cruz sobre o encima del altar son elementos esenciales de la decoración del santuario, jamás se puso en duda que la mirada del sacerdote celebrante debía dirigirse, durante la ofrenda del sacrificio, hacia el Oriente, hacia la cruz y la representación de Cristo transfigurado, y no hacia los fieles que asistían a la celebración, como actualmente es el caso en la celebración versus populum (cara al pueblo).
 
Sin embargo, pocas iglesias modernas tienen tal punto de referencia; parece que en general los artistas modernos temen introducir obras plásticas en las iglesias. Esto se debe a los conflictos interiores que desgarran al hombre moderno y que le impiden crear un arte sacro. En definitiva lo que falta es la tradición que, en las iglesias de Oriente, no ha cesado de impregnar hasta nuestros días el desarrollo del culto, la arquitectura de las iglesias y el arte litúrgico.
 
En la ortodoxia, el artista tiene por misión principal, representar el misterio de la salvación, tal como se describe en las Sagradas Escrituras y ha sido trasmitido por la Tradición, delimitación que le preserva de las arbitrariedades, con frecuencia tremendas, que podemos encontrar en el arte sacro contemporáneo, sin que por ello le limiten demasiado en su realización artística.
 
Mientras que en Occidente (al contrario de lo que ha ocurrido en Oriente), la disposición del santuario y de los altares ha sufrido en diversas ocasiones cambios a lo largo de los siglos, (al fin de la época románica, y sobre todo en la época gótica, se dotó a los altares de retablos, lo que finalmente trajo la aparición de los altares barrocos, tan típicos por su altura), no se puede negar que en nuestros días se ha producido en este aspecto un nuevo cambio, de orden fundamental, después del concilio Vaticano II.
 
Así, después del concilio, en muchos lugares, se ha suprimido el reclinatorio de la comunión, que quedaba de la antigua clausura del coro; y se ha colocado, delante del altar mayor, otro altar destinado a la celebración, cara al pueblo. ¡Y por todas partes micrófonos!, micrófonos en el altar, micrófonos en los sitiales, micrófonos en el ambón. En cuanto al antiguo púlpito, ya no se utiliza más.
 
Se ha procedido a esta nueva disposición del santuario con una unanimidad extraordinaria en casi todo el mundo. Mientras que en las antiguas iglesias el (nuevo) altar cara al pueblo, los sitiales y el ambón se han concebido como objetos movibles, pudiendo en todo momento ser trasladados; en los edificios renovados o de nueva construcción esta disposición es definitiva en función de esta nueva organización que se cree "moderna".
 
Se conserva la eucaristía en un tabernáculo mural (en medio de la pared del fondo o en la pared lateral izquierda). El nuevo altar cara al pueblo suele ser de piedra, su disposición muchas veces sólo permite la celebración versus populum, los sitiales son también de piedra así como el ambón; todo con una apariencia de mole y de un estilo con frecuencia dudoso y, en todo caso, sin ninguna relación con la tradición.
 
Ahora bien, indagando en los siglos pasados tendríamos verdaderamente bastantes modelos capaces de aportarnos ideas para esta organización, en particular del altar.
 
E. A. Lengeling ha expuesto las "Tendencias de la construcción de iglesias católicas en Alemania según las decisiones del concilio Vaticano II" (Tendenzen des deutschen Katholischen kirchenbaus aufgrund der Beschlüsse des II. hatikanischen Konzils) en un artículo aparecido bajo este título en el Litusgisches Jahrbuch de 1967. Las tendencias que allí se exponían han sido entre tanto impuestas de forma casi unánime. Pero no se ha tratado seriamente de fundamentar históricamente esta nueva disposición, salvo el estudio de Otto Nussbaum, del cual hablaremos más adelante.
 
Para terminar, una palabra más sobre las celebraciones eucarísticas de masas al aire libre. En estas manifestaciones muchos sienten una verdadera pesadilla, sobre todo en lo relativo a la forma en que se distribuye la comunión a la gente.
 
No lo olvidemos; es verdad que Jesucristo predica a grandes multitudes, que a menudo alcanzaban miles de personas (cf. Mt. 14,21); sin embargo no instituyó la Santa Eucaristía en presencia de masas humanas sino en el círculo restringido de sus apóstoles.
 
Fue parecer de toda la cristiandad, que la misa, ese sacrificio que une el cielo y la tierra, no podía celebrarse sino en locales sagrados preparados al efecto. Se recordará que el cordero pascual judío también sólo podía ser consumido bajo techo y no al aire libre (cf. Ex. 12,46).
 
Es necesario pensar además en el hecho de que la preparación y la consagración de las hostias necesarias para la comunión de varios miles y a menudo hasta un millón de personas, ocasiona enormes dificultades.
 
Parece que, por razones de principio, no se quiera renunciar a una participación de los fieles en la comunión ‑aunque esto hubiera sido la solución más simple‑ porque, partiendo del carácter de cena propio de la misa, se piensa, sin razón, que la recepción de la Comunión es necesaria para poder participar en cualquier misa.
 
Pero lo que es del todo incomprensible que se celebren misas al aire libre, cuando se dispone de iglesias amplias. Va en contra de una tradición de la iglesia de casi 2.000 años y además en contra de la misma naturaleza de la santa misa, que ha sido siempre considerada como un sacrificio y la realización de un misterio. Para celebrar el "misterio de la Fe", deberíamos resguardarnos en los muros de nuestras iglesias, protectores del misterio. La santidad del lugar incitará a tomar la buena actitud, cara a lo sagrado, que sólo se desvela a aquél que se acerca con respeto.

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