lunes, 12 de septiembre de 2011

Nuestros Mártires IV - Beato Francisco Maqueda



Beato Francisco Maqueda López
 
Francisco Maqueda López nació el 10 de octubre de 1914 en Villacañas, provincia y arzobispado de Toledo. Fue hijo legítimo de Primo Maqueda Fernández y de Desusa López-Gasco y López-Prisuelos, ambos naturales y vecinos de Villacañas, en cuya iglesia parroquial fue bautizado el 15 de octubre de 1914. Recibió el sacramento de la confirmación el 16 de junio de 1916 en la parroquia de Villacañas (en la fotografía, fachada del templo parroquial), que le fue administrado por Monseñor Juan Bautista Pérez, obispo titular de Dorilea y auxiliar del cardenal Guisasola, arzobispo de Toledo.
Su primera infancia transcurrió en Villacañas. El año 1925, sin haber cumplido 11 años, ingresó en el Seminario Menor de Toledo para estudiar cuatro cursos de latín y humanidades, tres de filosofía, más cuatro de teología en el Seminario Universidad Pontifica, con gran aprovechamiento, como puede observarse por sus calificaciones académicas.
Monseñor Isidro Gomá y Tomás, cardenal arzobispo de Toledo, le confirió la tonsura y las cuatro órdenes menores en los días 6, 8 y 9 de marzo de 1936 en la ciudad de Toledo. Con letras dimisorias del Sr. Cardenal arzobispo de Toledo recibió el subdiaconado de manos de Mons. Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá el día 5 de junio de 1936, en la ciudad de Madrid.
La vida del joven subdiácono Francisco Maqueda López fue corta; aún no había cumplido los 22 años cuando le llegó la muerte, en trágicas circunstancias. Pese a su corta edad, se vislumbra en su vida una gran madurez humana y una fuerte personalidad. Asimismo, destacaba por su reciedumbre en virtudes ascéticas y místicas.
Desde muy pequeño sintió una clara inclinación a las cosas de Dios y a la vida espiritual. Era muy dado a conocer -a través de la lectura- la vida de los santos, hacia quienes se sentía profundamente atraído, para después imitarles. Siempre estuvo centrado en su vocación. La sinceridad, la justicia y la fortaleza sobresalían en él. Asimismo, se le consideró de fe profunda y de caridad acendrada-
Su preocupación por los demás era constante. No podía imaginar que hubiese gente sin formar, que no existieran grupos apostólicos pujantes, que hubiese niños que no conocieran los fundamentos de la fe: “Se ocupaba de enseñar el catecismo en su casa, a los niños que reunía, e ir a la catequesis y también unido a un sacerdote joven implantaron la Juventud Católica masculina y femenina”.
También destaco en la virtud de la austeridad desde los primeros momentos de su vida de seminarista, así quería vivirlo en su anhelado ministerio sacerdotal; de ahí que dijese a su madre: “Yo quiero ser un cura pobre, no he de tener nada mío, no piensen en lo que pudieran recibir de mí, porque no tendré nada y, por tanto, nada les daré”.


Curso 1935-1936. En la primera fila a la izquerda, con un círculo, el Beato Francisco Maqueda. En la segunda fila inferior, a la derecha, el Beato Miguel Beato, del que hablamos hace unos días.
 
Dispuesto a dar su vida por Cristo

Su sentido de caridad se manifestaba en la constante y asidua oración que afianzó en este tiempo previo al martirio, ofreciéndola para que se salvaran los hombres y las mujeres de España. A este respecto decía con frecuencia: “¡Qué importa que muera yo, si se salva España!”.
Y dice una de las testigos:
“A cada momento se le veía lo mismo, ofreciéndose víctima por los del Alcázar, por España, porque reinara el Corazón de Jesús”.
Su muerte la iba preparando con acentuada oración, que redoblaba en aquellos días. La víspera de su muerte quiso ayunar a pan y agua, y para ello pidió autorización a su madre. Se preparó de forma inmediata con el sacramento de la penitencia. Cuando una de sus hermanas iba a avisar al sacerdote para ello -puesto que había dificultad para hacerlo por las circunstancias- le dijo: “si puede ser, porque no tengo pecado, pero deseo reconciliarme por última vez”.
Anhelaba con ardor que llegase el momento del martirio:
Mañana yo estaré en el cielo, ¡qué día tan hermoso!, el Dulce nombre de María (12 de septiembre) ir yo al cielo, es sábado, ¡qué dicha tan grande estar mañana en el cielo con la Santísima Virgen!”.
Y al preguntarle en qué pensaba, pues pasaba largos ratos en silencio y oración, él respondió:
Pensaba si pedirle a nuestro Señor que me dejara celebrar la primera misa por padre, ¡pero no! Sería egoísmo, no quiero pedírselo, cúmplase su divina voluntad; mañana estaré en el cielo”.
Él estaba profundamente convencido de que le mataban, tenía seguridad y avidez de que llegase el martirio para él; por eso, después de dar las gracias al sacerdote por la confesión, le dijo:
Esta noche me matarán, pero yo quisiera ser un verdadero mártir, esto es, que me quitaran la vida no por ser de familia de derechas, sino por no querer renegar de Dios y confesar mi fe y religión. Sé que muriendo con resignación se va al cielo; pero a mí me gustaría ser mártir de verdad”.
El momento en que llegarían por él estaba muy próximo. Él, con temple de acero, animaba a dos de sus hermanos a tener una profunda valentía, a no arredrarse ante la posibilidad de la muerte: “Hermanos míos, si vienen en busca de vosotros, no tengáis pena, sed valientes, id con la alegría que voy yo, pensad que nos llevan al cielo”.
Y empezó la despedida final. Fue haciéndolo uno por uno y pidiéndoles que saludasen a toda la familia “-¡Que yo me voy al cielo a pedir por todos!”. Esta convicción de que se marchaba al cielo la tenía hondamente grabada en su corazón, no lo dudó ni un instante, y arrodillado a los pies de su madre, le dijo: “-Madre, déme la bendición, ¡que me voy al cielo!”.
Y ante las burlas socarronas de quienes les llevaban, al decir estos a la familia que no le iban a hacer nada, que no tuvieran pena, Francisco contestó: “-Ya sé que no me haréis nada más que llevarme donde habéis llevado a mi padre”.
Sus últimas palabras de despedida a su madre y a los suyos fueron estas: “¡Adiós, madre, hasta el cielo! ¡Adiós, adiós, hasta el cielo a todos!”.
 
Arresto y martirio

Francisco fue asesinado en la madrugada del día 12 de septiembre, en el Km 67 de la carretera general de Andalucía, entre las poblaciones de La Guardia y Ocaña, junto a otras quince personas. Veamos los hechos.
Fue conducido desde su casa a la ermita de la Virgen de los Dolores, de gran devoción para los fieles de Villacañas y para Francisco. Este era el lugar que tenían destinado para cárcel. Allí tenían apresadas a otras quince personas más, casi todas jóvenes. En seguida Francisco les congregó en ese recinto. Su intención era ayudarles espiritualmente para la muerte ya muy próxima. Les dijo: “-Preparémonos, esta noche nos llevarán al cielo, ¿queréis acompañarme y rezamos juntos el rosario a la Santísima Virgen?” La invitación fue muy bien acogida, y con toda devoción rezaron juntos, postrados de hinojos, ante la imagen de la Virgen.
Sobre las doce de la noche les transportaron en un camión por la carretera general de Andalucía. Muy cerca de Dosbarrios, en el km. 67, les hicieron bajar; eran las dos de la mañana del día 12.
Su hermana Sebastiana, testigo cualificado, cuenta así, ante el tribunal, este patético episodio: “A Francisco le dijeron: “-Ahí está tu padre”, y aunque efectivamente era verdad, porque le habían matado a medio kilómetro, él les contestó: “-Os equivocáis, mi padre está en el cielo”. Y ellos, indignados, le dijeron: “-¿Y aún estás alegre?” “La lástima es de vosotros”, contestó. Como sabía lo que les iban a hacer, les pidió por favor le dejaran el último para ayudar a morir bien a sus hermanos en Cristo. Les dejaron casi sin ropa (según nos dicen), les dieron una descarga de piernas para abajo, y a continuación todos fueron pasados a cuchillo, y aunque muchos se oían que decían los esbirros por el pueblo, de que algunos habían abierto en canal, y a otros otras cosas que pro prudencia no se pueden decir, el caso es que les hicieron trozos; no sabemos lo que hicieron particularmente con él. Se observó al recoger los restos que salieron bastante divididos”.
Los presos permanecieron unidos a otros familiares y amigos, que se encontraban en la misma situación hasta las doce de la noche. Estuvieron rezando rosarios uno detrás de otro, hasta la hora de su muerte, y cantando a la Virgen todos los cánticos que se sabían en aquellos años. Francisco siempre entre ellos de brazos en cruz y animándoles a que no blasfemaran al Señor y a la Santísima Virgen, que era lo que los rojos querían, diciéndoles que les soltarían. La mayoría de la “saca”, de la noche del 11 al 12 de septiembre, eran muy jóvenes y muchos de ellos hermanos; cuatro de 16 a 22 años; tres de 18 a 22; dos de 21 y 23 y otros más de 19, 21, etc. Todo el camino hasta su calvario fueron cantando y rezando, y Francisco en medio de ellos, con los brazos en alto y en cruz, animándoles y diciéndoles que les espera la gloria y una eternidad de felicidad. Les asesinaron a bayoneta calada o puñaladas (según me han contado) y sus cabezas, después de muertos, hicieron un montón, como si fuera de basura, y las quemaron.
Diversos documentos confirman cuanto han declarado los testigos. En primer lugar tenemos la relación escrita por el encargado de la parroquia de Villacañas en 1940, D. Francisco Vargas Rojo, el cual, en base a lo que oyó a testigos oculares, escribe:
Francisco Maqueda López, subdiácono, fue detenido el 23 de junio (por enseñar a los niños la doctrina cristiana un solo día y le sacaron una multa); después el 11 de septiembre del 36, fue detenido nuevamente, unas horas antes confesó con D. Gonzalo Zaragoza; antes de ir a la cárcel, ayunó el último día a pan y agua; presentía su muerte diciendo: “Mañana es el Dulce nombre de María y estará en el cielo”. Las cuatro horas que estuvo encarcelado reunió a los jóvenes que con él estaban y dirigió y rezó el rosario, animándolos; se presentó el primero voluntario para el martirio, y en el lugar del suplicio, pidió ser muerto el último para así ayudar y confortar a los demás a bien morir. Así lo hizo, le mataron a cuchillo; antes de morir no hacía sino reír, porque iba al cielo, diciendo a los verdugos: “La lástima es de vosotros, yo voy al cielo”, y dando vivas a Cristo Rey, subió al cielo. 12-9-36”.
 
Del martirio se hizo eco también Juan Francisco Rivera Recio en su libro sobre los mártires de Toledo, afirmando que constituye “una de las páginas más emotivas de este martirologio”.
En 1939 fueron exhumados los restos mortales del subdiácono y de sus compañeros. Habían sido enterrados en una fosa común y como habían descuartizado sus cuerpos, fue imposible reconocerlos. Colocados en dos arcas grandes, fueron trasladados a Valdecañas el 29 de abril de 1939. Los familiares del siervo de Dios pudieron reconocer solamente un trozo de la chaqueta americana que llevaba puesta en el momento del martirio.

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